El sol brillaba con intensidad; a lo largo de la playa, la gente era bañada por sus intensos rayos. Quienes nadaban dentro del azulino océano eran bañados también por las aguas, que los refrescaban del calor de la tarde. Edmundo, de piel morena y jovial carácter, sentado en su taxi, contemplaba el cielo claro y la inmensa marejada de personas que se veía por doquier. Veía los edificios y calles a su alrededor, los au tos en frente suyo, detenidos en el semáforo. Contemplaba los verdes y exuberantes cerros que enmarcaban la ciudad, silenciosos e imponentes, y sentía la ligera brisa que se colaba por las ventanas abiertas de su auto.
Más que nada, en la intimidad de su mente, la veía a ella, su blanca sonrisa y brillantes ojos, su pelo rubio, sus labios delicadamente esculpidos. Recordaba sus finas manos, su ágil y grácil cuerpo. Veía sus días junto a ella; imágenes que evocaban recuerdos de palabras dulces, sueños y risas. A pesar de la inevitable sonrisa que los recuerdos causaban, veía también una despedida melancólica, de lágrimas y adioses afligidos. Rememoraba su obligada partida, lejos de este mundo de calurosas tardes y multitudes de alegres bañistas, lejos de su azul y cálido mar. Más que nada, lejos suyo, irremediablemente y sin retorno. Su sonrisa se veía, entonces, mancillada. Sin embargo, rápidamente, las bocinas le recordaban que el semáforo había cambiado, que había que seguir.
Lo veía a Él, allá, en las alturas, con los brazos extendidos, abarcándolo todo.
Edmundo debía recoger varios pasajeros más antes de que terminara su turno. Del radio salía el tenue sonido de una melodiosa guitarra y de una armónica voz, que llenaban el interior del carro y escapaban por las ventanas abiertas. Apenas había recorrido unos metros cuando una anciana diminuta, envuelta en un chal de seda, de piel canela y gafas oscuras, le hizo señas para que parara. No acababa de subir al taxi, cuando dijo, llena de vitalidad, en un especial acento:
“Apuesto a que no había recogido a nadie como yo nunca.”
Edmundo sonrió, mientras la observaba por el espejo retrovisor. “Y eso por qué señora.”
“Por ahora, lléveme a esta dirección,” dijo ella, entregándole un papelillo.
“Con todo gusto señora… pero cuénteme, ¿es usted de por acá?”
“Mmmhh, de aquí y allá, usted sabe…” respondió y continuó diciendo, “la gente es toda igual ¿sabe usted? Escépticos. Usted también.”
Edmundo rió audiblemente. Tal vez no era la persona más curiosa que había recogido en su tiempo como taxista, pero definitivamente era la más curiosa del día.
“Le veo yo a usted, con sus veinticuatro años y digo ‘es un joven listo’, pero se empeña en ser exactamente igual a los demás.”
Edmundo se sorprendió. Había adivinado su edad. Pensó que la mujer había mirado su identificación atrás, pero recordó que hoy no la había puesto.
“Bueno, ha adivinado mi edad, eso pocas veces pasa,” le dijo Edmundo, incrédulo.
“Puedo adivinar muchas más cosas. Puedo decirle, por ejemplo, que su sueño de niño era ser futbolista.”
“Vamos, señora, ¿quién no?”
“Puedo decirle que dejó de jugar por una lesión.”
En efecto; había dejado de jugar competitivamente a los dieciséis años, por una lesión en su rodilla. A pesar de que no había adivinado mayor cosa aún, su interés y curiosidad por su pasajera se acrecentaron.
“Puedo decirle que su hermana es profesora de baile, que prepara alumnos para el carnaval.”
Era cierto. Edmundo estaba asombrado. Pero pensó que las adivinaciones de la señora no eran otra cosa que acertadas casualidades. Al menos hasta ese momento.
“Su padre trabajó como empleado en la industria petrolera, su madre nació en una familia de pequeños caficultores, pero cuando se casó con su padre y se mudaron a esta ciudad, comenzó a trabajar como oficinista en la Secretaría de Medio Ambiente.”
Edmundo estaba sorprendido. Se preguntaba quién podía ser esa pequeña mujer que sabía tantas cosas. Tenía que ser del barrio, pero jamás la había visto. Probablemente la habían enviado a hacerle una broma, pensó, pero, ¿quién?
“Bien, ha acertado,” dijo Edmundo y, buscando probarla para develar el misterio, le preguntó: “Pero dígame, si tanto sabe. Ya sabe que quise ser jugador de fútbol, pues bien, ¿cuánto me costó mi primer balón? ¿Cómo conseguí el dinero?”
Edmundo la ojeó satisfecho por el espejo. Era imposible que supiera la respuesta a la pregunta. Su primer entrenador le había regalado ese balón. Hacía ya más de quince años.
La señora se acomodó en su asiento y miró por la ventana.
“Cree que soy una farsante, ¿verdad?” dijo tranquilamente.
Edmundo pensó, campante, que había acallado a la falsa adivinadora.
La mujer aclaró la garganta y, esbozando una pícara sonrisa, lo miró por el espejo.
“Querido Edmundo, ¿quiere que le diga también el nombre de su entrenador?”
Edmundo se sobresaltó. Era imposible. Imposible. Además le había hablado a él por su nombre. ¿Cómo? ¿Por qué?
“¿Cómo lo hizo? ¿Quién es usted?” le preguntó Edmundo, sus ojos abiertos de par en par. “Dígame, ¿quién es usted?”
“Me bajo allí delante.” Efectivamente, habían llegado a destino. “Dígame, ¿está de acuerdo en que no había recogido a nadie como yo nunca?”
“¡Sin duda!” dijo Edmundo atropelladamente y, habiendo detenido el auto, se volvió hacia su pasajera, con la boca entreabierta.
“Bien. Ya ve usted lo que pasa con los escépticos como usted,” dijo y añadió, “Alguien saldrá a pagarle. Aguarde.”
Diciendo esto, bajó rápidamente y cerró la puerta. Se asomó por la ventana abierta y dijo: “Una cosa más Edmundo. Dígame, ¿qué es lo que usted más quisiera en este momento? ¡Lo que más quisiera en el mundo!”
“Yo…”
“Es usted un buen muchacho, alguien ha querido premiarle.”
“Yo…eh…”
La mujer sonrió, asintiendo.
“Lo sé. Adiós Edmundo.” Y, diciendo esto, desapareció entre la multitud.
Allá, desde las alturas, con los brazos extendidos y abarcándolo todo, Él le devolvía la mirada.
Minutos después, una rubia, de blanca sonrisa y brillantes ojos, llegó caminando, radiante y llena de vida.
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