19 Setiembre 1090 AD
Amada Irene:
Encuéntrome aquí, a orillas del vasto y reluciente mar, del cual la liberada población de Denia es costera, sosegando mi tullido cuerpo, exaltado y fatigado por los rigores del diario trajinar. No han sido pocas las penurias sufridas y no pocas las empresas inmensas e inclementes que nos ha sido encomendado acometer en nombre del Rey Alfonso VI y bajo las órdenes de nuestro valeroso y aguerrido Cid. Entenderás la razón de mi ausencia, hallándome absorto en la lucha continua y sin pausa que supone la reconquista de nuestra amada península invadida por los moros. Debéis alegraros, pues nuestros esfuerzos nos llevarán pronto a Valencia y a la victoria. Sabéis vos que la reconquista es causa que apoyo valientemente, sirviendo al Cid en la cocina de los ejércitos, que como bien sabes, no por parecerlo, es menos desventurada y difícil que la lucha a espada.
Habrán llegado a oídos vuestros, noticias del encuentro que con el mal llamado caballero Nataniel sostuve, en días no muy lejanos. Haced oídos sordos a las nuevas que os traen, que supongo contendrán imprecisiones que quisiese aclararos. Sabrás vos, que así como es de grande y portentoso el sentimiento que hacia vuestra excelentísima pureza profeso, así pues es de grande, raudo y desmesurado el ardor combativo que me suscita el ver que otro osa interponerse en nuestro amor. Así de grande también es el coraje que vuestra inmaculada belleza y ternura en mí suscitan. Declárome pues, culpable de sentir por el mencionado Nataniel, furor grande, pues no es de caballeros y gentes de bien involucrarse en lo que no les es menester, menos aún si se trata de un puro y bendecido amor como el nuestro y menos todavía si de buscar su disolución se trata. Estas acciones turban mi espíritu de manera inmensa. Ya esto lo sabéis vos, que no será fácil de olvidar aquellos tiempos en los cuales vuestro noble corazón buscaba entregar sus afectos a uno de los dos; siéntome grandemente bendecido de haber sido el elegido. Las grandes riquezas, el intelecto y la belleza de Nataniel, fueron descartadas por vos al encontrar más bien avaricia, impertinencia y vanidad. No pudo el disminuido Nataniel hacer nada contra las calidades de este servidor vuestro, entre las que reconocisteis vos la fuerza y transparencia de sus sentimientos y de su inmensa devoción. En fin, que a Nataniel dejasteis y a mi disteis vuestro afecto, a pesar del inclemente vituperio con el que vuestras hermanas me fustigaban. No fui a vuestros ojos el corpulento y compulsivo jugador que a buen recaudo tenía el vino y las mujeres, como lo decían muchos, sino el objeto de vuestra confianza por las virtudes que en el hallasteis.
Pero heme aquí, desviando el motivo de esta carta hacia los gratísimos recuerdos que la gesta de este amor a mi traen; decía yo, que en días recientes sostuve encuentro con el susodicho Nataniel. Hallábame yo en las labores propias a las artes de la cocina cuando, irrumpiendo con evidente desdén, díjome uno de lo mozos que habían sido enviados a hablarme, que Nataniel buscaba conmigo reunirse para sostener encuentro armado, renunciando a sus prerrogativas de caballero noble. Rióse el mozo de mi inicial negativa a combatir, en su necedad tildándome de cobarde, haciendo afrentas a mí y a mi posición dentro de los ejércitos del Cid. Causóme esto irritación profunda, pues cualquiera sabría que mis superiores destrezas en el combate no habrían de imponerme traba alguna para sobreponerme a estos retos. Sabrás vos, mi dulce amada, que era yo el más diestro en el manejo de la espada cuando contaba cinco años de edad. Cualquiera nota en mi, no obstante, un grande talento por las artes culinarias, por lo que desde muy temprano mis inclinaciones se fueron por estos lares y no por los de la vulgar lucha bélica, de la que no tengo mayor experiencia que la que me brindó el enfrentamiento a puños con los molestos chicuelos hijos del quesero de Calahorra, a la edad de diez años. En fin, cavilaba yo esas cuestiones, pero pudo más la furia al ser tildado de cobarde, por lo que acepté, arrepintiéndome de inmediato, pues sabía yo que grande daño iba a causarle al desventurado de Nataniel. En fin, reprimiendo yo al mozo infame su afrenta, dígole que si el impertinente caballero, deseoso estaba de enfrentarse conmigo, que no dudaría yo en reprimirlo con la espada. Dígole además al mozo que el entreno militar del irreverente Nataniel no turbaría mi coraje, pues es sabido que cualquiera bajo el mando del Cid puede valérselas con éxito frente a cualquier aletargado caballero que bajo sus órdenes no ha tenido la dicha de servir. Además, indícole yo que mi amor por vuestra hermosura no conoce de fronteras ni de limitaciones, en fin, que Nataniel mordería el polvo. Vuélvese el mozo donde su señor y déjame grandemente turbado pero ya con fogosidad guerrera.
Dábame yo entonces, durante los días subsecuentes, a prepararme para el encuentro. Consígome entonces armadura completa y pídole al albarraz Federico, en su ilustración y sapiencia, ilustrarme en las artes bélicas, que había yo tenido olvidadas. Así pues, privándome por aquellos días de la comida y el beber, por seguir recomendación de Federico, que encontrábame ligeramente corpulento, entrégome yo al ejercicio físico, al entreno con armas y al galopar en caballo. Puedo decir que al cabo de aquella semana de fragor incalculable, encontrábame más que preparado para la contienda por delante. Temía yo por Nataniel, quien indudablemente sucumbiría ante el vigor de mi brazo. Así entonces, llégase el día de la confrontación. Salgo yo de mañana cabalgando a paso sereno, junto a mi buen amigo el rodelero Rufo, en cabalgaduras que el buen Cid habíanos prestado. El paisaje era aclarado ya por la luz del sol que comenzaba a golpear, pues habíamos abusado del sueño, saliendo poco mas tarde de lo debido y no al alba como habíamos previsto. En fin, cabalgamos hasta el punto de encuentro, un claro que encontrábase a escasas leguas de Denia. Hallábanse ya allí el impertinente Nataniel y su mozo de armas, que no por su armaduras vistosas metían en mi el más mínimo resquicio de temor. Salúdame con impuesta cortesía, a lo que respondo con pocas palabras. Prepárome con tranquilidad entonces, con la ayuda del buen Rufo, quien ayúdame a preparar el baberol que por falta de uso no deslizaba bien. En fin, poniéndome este y el resto de los implementos de la armadura que para el combate había dispuesto, listo me encontraba para la lucha.
Encontrándonos en puntos distantes, preparábamonos ya para el combate, mis ánimos y energías enfrascadas en el único objetivo: la derrota del inicuo Nataniel. Dispuestos pues a envolvernos en lucha, pronunciábase el mozo de mi contendiente en las palabras de rigor antes de iniciar la disputa, cuando de repente, saltando y dando coces de manera estrepitosa, el caballo de Nataniel arroja a su amo al suelo y sale disparado a la distancia, galopando de manera incesante, perdiéndose en la llanura. Habiéndose encontrado sin montura y no pudiendo usar la de alguno de sus mozos, que no habían traído ninguna, quedábale a Nataniel el uso de la montura de mi acompañante, que tratábase de jumento de poquísimo tamaño. Grandemente encolerizado Nataniel propone la postergación de la justa, a lo que cedo con resignación. Sálvase así Nataniel por unos días más, gracias a los ánimos desbordados de su caballo de hallar hembra cercana. Igual a su amo, digo yo. Habiendo pues transcurrido unos días, y dispuesto yo a concertar nuevo combate, encuéntrome con la noticia de que Nataniel hállase gravemente enfermo por la ingesta de carne de puerco. Paréceme que no son buenos los que de la comida se encargan en casa de Nataniel. Pudiere yo aconsejarle, claro está, si la situación entre nosotros fuere diferente. No hay pues afanes por remediar su convalecencia actual. ¡Es el destino, infame Nataniel!
Amada Irene, son estas las nuevas que os cuento. Como veis, mi coraje, así como mis sentimientos por vos, no tiene límite. Espero reunirme con vos en días cercanos. Hasta entonces. Mi amor como siempre, es profundo y fiel. Muchos Recuerdos,
Amada Irene:
Encuéntrome aquí, a orillas del vasto y reluciente mar, del cual la liberada población de Denia es costera, sosegando mi tullido cuerpo, exaltado y fatigado por los rigores del diario trajinar. No han sido pocas las penurias sufridas y no pocas las empresas inmensas e inclementes que nos ha sido encomendado acometer en nombre del Rey Alfonso VI y bajo las órdenes de nuestro valeroso y aguerrido Cid. Entenderás la razón de mi ausencia, hallándome absorto en la lucha continua y sin pausa que supone la reconquista de nuestra amada península invadida por los moros. Debéis alegraros, pues nuestros esfuerzos nos llevarán pronto a Valencia y a la victoria. Sabéis vos que la reconquista es causa que apoyo valientemente, sirviendo al Cid en la cocina de los ejércitos, que como bien sabes, no por parecerlo, es menos desventurada y difícil que la lucha a espada.
Habrán llegado a oídos vuestros, noticias del encuentro que con el mal llamado caballero Nataniel sostuve, en días no muy lejanos. Haced oídos sordos a las nuevas que os traen, que supongo contendrán imprecisiones que quisiese aclararos. Sabrás vos, que así como es de grande y portentoso el sentimiento que hacia vuestra excelentísima pureza profeso, así pues es de grande, raudo y desmesurado el ardor combativo que me suscita el ver que otro osa interponerse en nuestro amor. Así de grande también es el coraje que vuestra inmaculada belleza y ternura en mí suscitan. Declárome pues, culpable de sentir por el mencionado Nataniel, furor grande, pues no es de caballeros y gentes de bien involucrarse en lo que no les es menester, menos aún si se trata de un puro y bendecido amor como el nuestro y menos todavía si de buscar su disolución se trata. Estas acciones turban mi espíritu de manera inmensa. Ya esto lo sabéis vos, que no será fácil de olvidar aquellos tiempos en los cuales vuestro noble corazón buscaba entregar sus afectos a uno de los dos; siéntome grandemente bendecido de haber sido el elegido. Las grandes riquezas, el intelecto y la belleza de Nataniel, fueron descartadas por vos al encontrar más bien avaricia, impertinencia y vanidad. No pudo el disminuido Nataniel hacer nada contra las calidades de este servidor vuestro, entre las que reconocisteis vos la fuerza y transparencia de sus sentimientos y de su inmensa devoción. En fin, que a Nataniel dejasteis y a mi disteis vuestro afecto, a pesar del inclemente vituperio con el que vuestras hermanas me fustigaban. No fui a vuestros ojos el corpulento y compulsivo jugador que a buen recaudo tenía el vino y las mujeres, como lo decían muchos, sino el objeto de vuestra confianza por las virtudes que en el hallasteis.
Pero heme aquí, desviando el motivo de esta carta hacia los gratísimos recuerdos que la gesta de este amor a mi traen; decía yo, que en días recientes sostuve encuentro con el susodicho Nataniel. Hallábame yo en las labores propias a las artes de la cocina cuando, irrumpiendo con evidente desdén, díjome uno de lo mozos que habían sido enviados a hablarme, que Nataniel buscaba conmigo reunirse para sostener encuentro armado, renunciando a sus prerrogativas de caballero noble. Rióse el mozo de mi inicial negativa a combatir, en su necedad tildándome de cobarde, haciendo afrentas a mí y a mi posición dentro de los ejércitos del Cid. Causóme esto irritación profunda, pues cualquiera sabría que mis superiores destrezas en el combate no habrían de imponerme traba alguna para sobreponerme a estos retos. Sabrás vos, mi dulce amada, que era yo el más diestro en el manejo de la espada cuando contaba cinco años de edad. Cualquiera nota en mi, no obstante, un grande talento por las artes culinarias, por lo que desde muy temprano mis inclinaciones se fueron por estos lares y no por los de la vulgar lucha bélica, de la que no tengo mayor experiencia que la que me brindó el enfrentamiento a puños con los molestos chicuelos hijos del quesero de Calahorra, a la edad de diez años. En fin, cavilaba yo esas cuestiones, pero pudo más la furia al ser tildado de cobarde, por lo que acepté, arrepintiéndome de inmediato, pues sabía yo que grande daño iba a causarle al desventurado de Nataniel. En fin, reprimiendo yo al mozo infame su afrenta, dígole que si el impertinente caballero, deseoso estaba de enfrentarse conmigo, que no dudaría yo en reprimirlo con la espada. Dígole además al mozo que el entreno militar del irreverente Nataniel no turbaría mi coraje, pues es sabido que cualquiera bajo el mando del Cid puede valérselas con éxito frente a cualquier aletargado caballero que bajo sus órdenes no ha tenido la dicha de servir. Además, indícole yo que mi amor por vuestra hermosura no conoce de fronteras ni de limitaciones, en fin, que Nataniel mordería el polvo. Vuélvese el mozo donde su señor y déjame grandemente turbado pero ya con fogosidad guerrera.
Dábame yo entonces, durante los días subsecuentes, a prepararme para el encuentro. Consígome entonces armadura completa y pídole al albarraz Federico, en su ilustración y sapiencia, ilustrarme en las artes bélicas, que había yo tenido olvidadas. Así pues, privándome por aquellos días de la comida y el beber, por seguir recomendación de Federico, que encontrábame ligeramente corpulento, entrégome yo al ejercicio físico, al entreno con armas y al galopar en caballo. Puedo decir que al cabo de aquella semana de fragor incalculable, encontrábame más que preparado para la contienda por delante. Temía yo por Nataniel, quien indudablemente sucumbiría ante el vigor de mi brazo. Así entonces, llégase el día de la confrontación. Salgo yo de mañana cabalgando a paso sereno, junto a mi buen amigo el rodelero Rufo, en cabalgaduras que el buen Cid habíanos prestado. El paisaje era aclarado ya por la luz del sol que comenzaba a golpear, pues habíamos abusado del sueño, saliendo poco mas tarde de lo debido y no al alba como habíamos previsto. En fin, cabalgamos hasta el punto de encuentro, un claro que encontrábase a escasas leguas de Denia. Hallábanse ya allí el impertinente Nataniel y su mozo de armas, que no por su armaduras vistosas metían en mi el más mínimo resquicio de temor. Salúdame con impuesta cortesía, a lo que respondo con pocas palabras. Prepárome con tranquilidad entonces, con la ayuda del buen Rufo, quien ayúdame a preparar el baberol que por falta de uso no deslizaba bien. En fin, poniéndome este y el resto de los implementos de la armadura que para el combate había dispuesto, listo me encontraba para la lucha.
Encontrándonos en puntos distantes, preparábamonos ya para el combate, mis ánimos y energías enfrascadas en el único objetivo: la derrota del inicuo Nataniel. Dispuestos pues a envolvernos en lucha, pronunciábase el mozo de mi contendiente en las palabras de rigor antes de iniciar la disputa, cuando de repente, saltando y dando coces de manera estrepitosa, el caballo de Nataniel arroja a su amo al suelo y sale disparado a la distancia, galopando de manera incesante, perdiéndose en la llanura. Habiéndose encontrado sin montura y no pudiendo usar la de alguno de sus mozos, que no habían traído ninguna, quedábale a Nataniel el uso de la montura de mi acompañante, que tratábase de jumento de poquísimo tamaño. Grandemente encolerizado Nataniel propone la postergación de la justa, a lo que cedo con resignación. Sálvase así Nataniel por unos días más, gracias a los ánimos desbordados de su caballo de hallar hembra cercana. Igual a su amo, digo yo. Habiendo pues transcurrido unos días, y dispuesto yo a concertar nuevo combate, encuéntrome con la noticia de que Nataniel hállase gravemente enfermo por la ingesta de carne de puerco. Paréceme que no son buenos los que de la comida se encargan en casa de Nataniel. Pudiere yo aconsejarle, claro está, si la situación entre nosotros fuere diferente. No hay pues afanes por remediar su convalecencia actual. ¡Es el destino, infame Nataniel!
Amada Irene, son estas las nuevas que os cuento. Como veis, mi coraje, así como mis sentimientos por vos, no tiene límite. Espero reunirme con vos en días cercanos. Hasta entonces. Mi amor como siempre, es profundo y fiel. Muchos Recuerdos,
Clotaldo
Cocina 3er Escuadra.
Cocina 3er Escuadra.
2 comentarios:
Hermosa carta medieval, subirás mas?
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