-Aún así, me parece absolutamente insólito-, dijo Manuel, al tiempo que levantaba la botella de vino y llenaba su copa. -A este paso, ¿por qué no se dejan de ambages y mas bien les quitan el salario del todo?- inquirió sarcásticamente, seguidamente tomando un largo y profundo trago.
Manuel se queja del incremento al salario mínimo, (del 6 o 7%), considerándole muy poco, y, consecuente con su pensamiento de izquierdas, critica el acuerdo que el gobierno y los empresarios ha logrado de los sindicatos, estos últimos, según él, “sumisos a regañadientes.” No es poco común para sus amigos Claudio y su esposa María y para la novia del mismo Manuel, Sofía, oírle disertar sobre estos temas, que sus tendencias de izquierdas son ya cosa conocida desde la época universitaria.
-Te apoyo resueltamente-, dijo Claudio con cierta sorna, -a ti corresponde entonces liderar la revolución y reivindicación de los trabajadores. Deja el bufete y dedícate a ello-. Los demás sonrieron; de manera inconsciente era sabido por todos, así como por el propio Manuel, que el inconformismo político constituía tema controversial de sobremesa, pero que naturalmente nunca iría a parar más allá de esto.
-Estaría gustoso yo de cuidar tu auto por ti, mientras en la turbulencia política te encuentras. ¿Cuántos segundos demora en alcanzar los 100kms?- prosiguió Claudio, con una sonrisa que flagrantemente evidenciaba la falta de ingenuidad de su aseveración.
Claudio, amigo de infancia de Manuel, contrastaba con este de manera abismal. Manuel tenía cabellos cortos y negros, nariz recta, tez levemente morena, blanca sonrisa y esbelta figura. Claudio tenía la piel blanca, altura y corpulencia más prominentes, largos y castaños cabellos, nariz encorvada y ojos verde encendido. Ambos vestían bien, aunque como de costumbre, Manuel llevaba corbata y su amigo había optado por un traje más casual. Manuel, rígido estudioso de la jurisprudencia y las leyes y respetado abogado. Claudio, proveniente de una riquísima y prestigiosa familia, de tiempo atrás presa de un desencanto vital tan profundo como negado por su pertinaz alma. Así, el primero, académico forjado con gran temple y trabajo y el segundo, espíritu inquieto que había llegado a probar cuantos trabajos, países y mujeres podía uno imaginar. Ambos despuntaban los treinta años.
A pesar de la secreta crítica que Manuel tenía para con su amigo, por lo que éste consideraba falta de rigor y de ímpetu, Claudio había llevado, en sus treinta y tres años de vida, una existencia inmensamente más interesante que la de su contemporáneo compañero. Secretamente también, pensaba Claudio de su amigo que por su acérrimo laborar había descuidado el resto de cosas que al estudio y el trabajo faltan de abarcar, aunque envidiaba el ímpetu de Manuel, que a él hubiera servido, para llevar a buen término el talento artístico que desde niño poseía. El propio Manuel envidiaba, naturalmente en el más sepulcral secreto, el éxito rotundo de su compañero con el género opuesto, que si de contar las mujeres con que Claudio había compartido el lecho, haría falta una sólida memoria y una carencia absoluta de libido, por la envidia mortal que el conteo propiciaría. En suma, que a cada quien había tocado lo suyo; a Manuel, el rigor académico y laboral; a Claudio, los devaneos propios de la alta burguesía, ambos destinos enmarcados dentro de los confines trazados por sus más recónditas inseguridades. Entre Claudio y Manuel había una camaradería de límites finitos y de hostilidad soterrada, pero de apacible andar, pues de los primeros no había habido todavía suceso que los probase, y lo segundo surgía apenas ocasionalmente, con el velo eficaz de un repentino mal humor.
-Claro está, que con incremento o sin incremento, la comida se enfría-, afirmó Claudio, tomando un bocado de su plato. Los demás le imitaron; Sofía no logró evitar reparar en lo deliciosamente provocativo que se veía Claudio esta noche. Sus labios, carnosos y húmedos, y su vigoroso cuerpo, no pasaban desapercibidos frente a esta joven mujer, aunque tales pensamientos fueron evacuados con prontitud, que no eran cosa apropiada ni necesaria, lo sabía ella.
El restaurante estaba lleno a esa hora de la noche. El ambiente tibio y festivo adentro, contrastaba con la fría y lluviosa noche afuera. El cielo estaba despejado, sin luna, nubes o estrellas, pero a pesar de ello, el frío y el viento eran estremecedores. Las aceras eran revestidas por una tenue luz naranja, proveniente de los faros de luz que se hallaban colocados a intervalos regulares a lo largo de la calle. Unos pocos peatones retaban al frío y el viento, y se les veía moverse con toda la agilidad de que pudieren disponer, buscando llegar a sus destinos sin demora. Adentro, las voces de los comensales llenaban el ambiente con un audible murmullo. El restaurante, divido en pequeños cubículos para cada mesa, daba una falsa sensación de privacidad a los diferentes grupos de comensales; éstos, si bien cercados en su mesa por paneles de rica madera y vidrio, de todas maneras, si prestaren atención, podrían oír lo que a su alrededor se dirimía. Ya con mayor facilidad se podría oír a aquellos comensales sentados en mesas sin su respectivo cerco, ya con mayor dificultad a aquellos en este otro tipo de mesa, de menor cantidad y de colocación más dispersa. Naturalmente, así como podían oír lo que a su alrededor se dirimía, podían ser, a su turno, oídos.
-Y, con o sin incremento, Federico se casa-, dijo Sofía, esbozando una delicada sonrisa. Su rubio cabello caía sobre sus hombros desnudos y apenas rozaba su blanco vestido. Sus labios estaban perfectamente formados y su sonrisa era destellantemente blanca. Sus ojos azules y su fina nariz le daban una simetría bella, casi imaginaria.
-¿Con una francesa no es cierto? Se casa con una francesa-, preguntó Manuel.
-Se conocieron en un barco, en Martinica, Federico y su francesa-, dijo Sofía-, De eso hace ya poco más de seis meses. ¿No es temprano para ellos pensar en casarse?-
-Yo oí de una pareja, conocida por uno de los socios de la firma, que a los dos meses se casaron. Dos meses-, dijo Manuel.
-Martinica, Martinica, ¿quién había ido a Martinica, que conozcamos?, aparte de Federico, quiero decir-, preguntó Claudio, frunciendo el ceño en forma pensativa.
-Ah, estar en el Caribe ahora, ¿no sería exquisito? No estar sufriendo este frío insoportable-, dijo María quebrando el silencio que había mantenido por los últimos minutos -.Vamos al Caribe-.
Diciendo esto reclinó su cabeza con parsimonia. Tenía cabellos negros y ligeramente rizados y una nariz recta, inclinada hacia abajo en la punta de manera casi imperceptible. Sus ojos grandes y vivaces daban la sensación de seguridad e inteligencia, y su piel bronceada y cuerpo mediterráneo eran un fiel reflejo de pasión y arrebato.
-¿Son buenos músicos, no?- continuó María, señalando la orquesta. Los músicos iban todos en trajes de etiqueta idénticos, aunque la gran diversidad que sus rostros y tamaños delataba, rompía la aparente uniformidad.
-Miren al trompetista de aquel lado, ¿no es fabuloso?-, prosiguió Sofía-, yo habría adorado tocar un instrumento-.
-Toca enérgicamente, que es más de lo que puedo decir de aquel pianista, parece acongojado- dijo Manuel, señalando al taciturno hombre.
-En efecto, habría que gritarle que ponga más ganas-, dijo Claudio, forzando una carcajada.
-Eso es algo que necesita una boda. Una buena orquesta-, dijo Claudio.
Y una buena orquesta no faltó en su matrimonio con María, un año antes. Cansados ya de una vida prolífica en amoríos y aventuras de cama, se habían asentado juntos, a la espera que de una entrañable amistad surgiese un amor fogoso y verdadero. Habían fallado en lograrlo, por lo que entre los dos reinaba un delicado equilibrio, proveniente del entendimiento de que jamás habían podido enamorarse, pero que la intrincada red familiar y económica que habían tejido ya les aconsejaba permanecer juntos, más en el entendido de que, como amigos que eran, no tenían grandes dificultades en el diario convivir.
Naturalmente, y habiendo entendido que un fuego provocado por llenar una convención social no sería jamás uno creado por enamoramiento profundo, diéronse cuenta de que era imposible que este permaneciera candente a través del tiempo. Así pues, Claudio y María habían llegado, primero, a la aceptación tácita del deseo sexual por fuera de los confines del matrimonio, y luego, a la consumación de tales quereres. Es así que cada uno se veía envuelto en adúlteros encuentros, plenamente aceptados por el cónyuge, tras los cuales sin embargo la pareja de esposos buscaba poseerse el uno al otro salvajemente, en el desatinado intento de librar el corazón del otro de lo que cualquiera hubiere probado de depositar en el, aun cuando no pudieren depositar algo ellos, a su turno.
Por su parte, Manuel y sus eternos esfuerzos para con su novia jamás habían podido conquistarle su amor enteramente; la ternura que éste suscitaba en ella era inmensa, pero el delirio y profundo amor que un antiguo novio había dejado en Sofía, había puesto cenizas perennes e incandescentes en su alma. Manuel jamás había podido tenerla por completo, a pesar de la ignorancia de éste para con dicha irrefutable verdad. Manuel había dado un nuevo camino a la vida de Sofía luego del tortuoso abandono de aquel antiguo amor, por lo que se había ganado sus afectos, parcialmente y nunca de manera tan completa como el sentimiento por este expresado, a pesar de las imperfecciones por el poseídas
Habiendo ya transcurrido varias horas, y aceptando todos que era hora de partir, pidió Manuel la cuenta. El mesero, de cabellos embadurnados en loción y nariz chata, llegando a la mesa de los cuatro amigos, depositó la cuenta. Tras el normal forcejeo por el pago de la comida, en el que las partes en cuestión buscaban pagar en señal de bienaventurada amistad, terminó cancelando la cantidad debida Claudio, con su tarjeta de crédito, diferida la suma a una cuota. Terminándose así la velada, los cuatro amigos se levantaron de su mesa y, tomando sus abrigos, se dirigieron a la salida. Sofía agradeció cortésmente al portero que guardaba la entrada, vestido con kepis y gabardina verdes, y juntos caminaron en el frío, ansiosos de montar en sus autos y llegar a casa. En el corto trayecto que de la entrada del restaurante conducía al parqueadero, que el restaurante no tenía servicio de valet, observaron con interés una luminosa vitrina. Varios maniquíes, vestidos cada uno en singular estilo, diferentes todos, se erguían solitarios en una vitrina de impresionante luminosidad y blancura. Sofía anotó con un pequeño comentario su aprecio por la decoración de la susodicha vitrina y, asintiendo los demás, siguieron su camino hasta hallarse cómodamente sentados en sus automóviles, uno para cada una de las parejas.
Esa noche, en la privacidad ya de sus respectivas casas, María y Claudio hablarían acerca de un viaje que ganas tenían de hacer al Caribe, luego tendrían sexo y dormirían plácidamente hasta el día siguiente. Sofía y Manuel harían lo propio, de manera levemente más rutinaria y dormirían sin sobresaltos, luego de acordar ir al día siguiente a visitar a los padres de Sofía, que había que aprovechar el domingo para ello. Amanecería a las 5:58am. El sol no entraría por las ventanas de las habitaciones de los amigos, que buenas cortinas tenían. La vitrina por los amigos observada sería bañada por el sol incesantemente durante toda la mañana. Pocos meses más tarde, Sofía y Manuel anunciarían su casamiento. Una buena orquesta no faltaría en su matrimonio. Las dos parejas permanecerían juntas y todos serían amigos por muchos años más.
Manuel se queja del incremento al salario mínimo, (del 6 o 7%), considerándole muy poco, y, consecuente con su pensamiento de izquierdas, critica el acuerdo que el gobierno y los empresarios ha logrado de los sindicatos, estos últimos, según él, “sumisos a regañadientes.” No es poco común para sus amigos Claudio y su esposa María y para la novia del mismo Manuel, Sofía, oírle disertar sobre estos temas, que sus tendencias de izquierdas son ya cosa conocida desde la época universitaria.
-Te apoyo resueltamente-, dijo Claudio con cierta sorna, -a ti corresponde entonces liderar la revolución y reivindicación de los trabajadores. Deja el bufete y dedícate a ello-. Los demás sonrieron; de manera inconsciente era sabido por todos, así como por el propio Manuel, que el inconformismo político constituía tema controversial de sobremesa, pero que naturalmente nunca iría a parar más allá de esto.
-Estaría gustoso yo de cuidar tu auto por ti, mientras en la turbulencia política te encuentras. ¿Cuántos segundos demora en alcanzar los 100kms?- prosiguió Claudio, con una sonrisa que flagrantemente evidenciaba la falta de ingenuidad de su aseveración.
Claudio, amigo de infancia de Manuel, contrastaba con este de manera abismal. Manuel tenía cabellos cortos y negros, nariz recta, tez levemente morena, blanca sonrisa y esbelta figura. Claudio tenía la piel blanca, altura y corpulencia más prominentes, largos y castaños cabellos, nariz encorvada y ojos verde encendido. Ambos vestían bien, aunque como de costumbre, Manuel llevaba corbata y su amigo había optado por un traje más casual. Manuel, rígido estudioso de la jurisprudencia y las leyes y respetado abogado. Claudio, proveniente de una riquísima y prestigiosa familia, de tiempo atrás presa de un desencanto vital tan profundo como negado por su pertinaz alma. Así, el primero, académico forjado con gran temple y trabajo y el segundo, espíritu inquieto que había llegado a probar cuantos trabajos, países y mujeres podía uno imaginar. Ambos despuntaban los treinta años.
A pesar de la secreta crítica que Manuel tenía para con su amigo, por lo que éste consideraba falta de rigor y de ímpetu, Claudio había llevado, en sus treinta y tres años de vida, una existencia inmensamente más interesante que la de su contemporáneo compañero. Secretamente también, pensaba Claudio de su amigo que por su acérrimo laborar había descuidado el resto de cosas que al estudio y el trabajo faltan de abarcar, aunque envidiaba el ímpetu de Manuel, que a él hubiera servido, para llevar a buen término el talento artístico que desde niño poseía. El propio Manuel envidiaba, naturalmente en el más sepulcral secreto, el éxito rotundo de su compañero con el género opuesto, que si de contar las mujeres con que Claudio había compartido el lecho, haría falta una sólida memoria y una carencia absoluta de libido, por la envidia mortal que el conteo propiciaría. En suma, que a cada quien había tocado lo suyo; a Manuel, el rigor académico y laboral; a Claudio, los devaneos propios de la alta burguesía, ambos destinos enmarcados dentro de los confines trazados por sus más recónditas inseguridades. Entre Claudio y Manuel había una camaradería de límites finitos y de hostilidad soterrada, pero de apacible andar, pues de los primeros no había habido todavía suceso que los probase, y lo segundo surgía apenas ocasionalmente, con el velo eficaz de un repentino mal humor.
-Claro está, que con incremento o sin incremento, la comida se enfría-, afirmó Claudio, tomando un bocado de su plato. Los demás le imitaron; Sofía no logró evitar reparar en lo deliciosamente provocativo que se veía Claudio esta noche. Sus labios, carnosos y húmedos, y su vigoroso cuerpo, no pasaban desapercibidos frente a esta joven mujer, aunque tales pensamientos fueron evacuados con prontitud, que no eran cosa apropiada ni necesaria, lo sabía ella.
El restaurante estaba lleno a esa hora de la noche. El ambiente tibio y festivo adentro, contrastaba con la fría y lluviosa noche afuera. El cielo estaba despejado, sin luna, nubes o estrellas, pero a pesar de ello, el frío y el viento eran estremecedores. Las aceras eran revestidas por una tenue luz naranja, proveniente de los faros de luz que se hallaban colocados a intervalos regulares a lo largo de la calle. Unos pocos peatones retaban al frío y el viento, y se les veía moverse con toda la agilidad de que pudieren disponer, buscando llegar a sus destinos sin demora. Adentro, las voces de los comensales llenaban el ambiente con un audible murmullo. El restaurante, divido en pequeños cubículos para cada mesa, daba una falsa sensación de privacidad a los diferentes grupos de comensales; éstos, si bien cercados en su mesa por paneles de rica madera y vidrio, de todas maneras, si prestaren atención, podrían oír lo que a su alrededor se dirimía. Ya con mayor facilidad se podría oír a aquellos comensales sentados en mesas sin su respectivo cerco, ya con mayor dificultad a aquellos en este otro tipo de mesa, de menor cantidad y de colocación más dispersa. Naturalmente, así como podían oír lo que a su alrededor se dirimía, podían ser, a su turno, oídos.
-Y, con o sin incremento, Federico se casa-, dijo Sofía, esbozando una delicada sonrisa. Su rubio cabello caía sobre sus hombros desnudos y apenas rozaba su blanco vestido. Sus labios estaban perfectamente formados y su sonrisa era destellantemente blanca. Sus ojos azules y su fina nariz le daban una simetría bella, casi imaginaria.
-¿Con una francesa no es cierto? Se casa con una francesa-, preguntó Manuel.
-Se conocieron en un barco, en Martinica, Federico y su francesa-, dijo Sofía-, De eso hace ya poco más de seis meses. ¿No es temprano para ellos pensar en casarse?-
-Yo oí de una pareja, conocida por uno de los socios de la firma, que a los dos meses se casaron. Dos meses-, dijo Manuel.
-Martinica, Martinica, ¿quién había ido a Martinica, que conozcamos?, aparte de Federico, quiero decir-, preguntó Claudio, frunciendo el ceño en forma pensativa.
-Ah, estar en el Caribe ahora, ¿no sería exquisito? No estar sufriendo este frío insoportable-, dijo María quebrando el silencio que había mantenido por los últimos minutos -.Vamos al Caribe-.
Diciendo esto reclinó su cabeza con parsimonia. Tenía cabellos negros y ligeramente rizados y una nariz recta, inclinada hacia abajo en la punta de manera casi imperceptible. Sus ojos grandes y vivaces daban la sensación de seguridad e inteligencia, y su piel bronceada y cuerpo mediterráneo eran un fiel reflejo de pasión y arrebato.
-¿Son buenos músicos, no?- continuó María, señalando la orquesta. Los músicos iban todos en trajes de etiqueta idénticos, aunque la gran diversidad que sus rostros y tamaños delataba, rompía la aparente uniformidad.
-Miren al trompetista de aquel lado, ¿no es fabuloso?-, prosiguió Sofía-, yo habría adorado tocar un instrumento-.
-Toca enérgicamente, que es más de lo que puedo decir de aquel pianista, parece acongojado- dijo Manuel, señalando al taciturno hombre.
-En efecto, habría que gritarle que ponga más ganas-, dijo Claudio, forzando una carcajada.
-Eso es algo que necesita una boda. Una buena orquesta-, dijo Claudio.
Y una buena orquesta no faltó en su matrimonio con María, un año antes. Cansados ya de una vida prolífica en amoríos y aventuras de cama, se habían asentado juntos, a la espera que de una entrañable amistad surgiese un amor fogoso y verdadero. Habían fallado en lograrlo, por lo que entre los dos reinaba un delicado equilibrio, proveniente del entendimiento de que jamás habían podido enamorarse, pero que la intrincada red familiar y económica que habían tejido ya les aconsejaba permanecer juntos, más en el entendido de que, como amigos que eran, no tenían grandes dificultades en el diario convivir.
Naturalmente, y habiendo entendido que un fuego provocado por llenar una convención social no sería jamás uno creado por enamoramiento profundo, diéronse cuenta de que era imposible que este permaneciera candente a través del tiempo. Así pues, Claudio y María habían llegado, primero, a la aceptación tácita del deseo sexual por fuera de los confines del matrimonio, y luego, a la consumación de tales quereres. Es así que cada uno se veía envuelto en adúlteros encuentros, plenamente aceptados por el cónyuge, tras los cuales sin embargo la pareja de esposos buscaba poseerse el uno al otro salvajemente, en el desatinado intento de librar el corazón del otro de lo que cualquiera hubiere probado de depositar en el, aun cuando no pudieren depositar algo ellos, a su turno.
Por su parte, Manuel y sus eternos esfuerzos para con su novia jamás habían podido conquistarle su amor enteramente; la ternura que éste suscitaba en ella era inmensa, pero el delirio y profundo amor que un antiguo novio había dejado en Sofía, había puesto cenizas perennes e incandescentes en su alma. Manuel jamás había podido tenerla por completo, a pesar de la ignorancia de éste para con dicha irrefutable verdad. Manuel había dado un nuevo camino a la vida de Sofía luego del tortuoso abandono de aquel antiguo amor, por lo que se había ganado sus afectos, parcialmente y nunca de manera tan completa como el sentimiento por este expresado, a pesar de las imperfecciones por el poseídas
Habiendo ya transcurrido varias horas, y aceptando todos que era hora de partir, pidió Manuel la cuenta. El mesero, de cabellos embadurnados en loción y nariz chata, llegando a la mesa de los cuatro amigos, depositó la cuenta. Tras el normal forcejeo por el pago de la comida, en el que las partes en cuestión buscaban pagar en señal de bienaventurada amistad, terminó cancelando la cantidad debida Claudio, con su tarjeta de crédito, diferida la suma a una cuota. Terminándose así la velada, los cuatro amigos se levantaron de su mesa y, tomando sus abrigos, se dirigieron a la salida. Sofía agradeció cortésmente al portero que guardaba la entrada, vestido con kepis y gabardina verdes, y juntos caminaron en el frío, ansiosos de montar en sus autos y llegar a casa. En el corto trayecto que de la entrada del restaurante conducía al parqueadero, que el restaurante no tenía servicio de valet, observaron con interés una luminosa vitrina. Varios maniquíes, vestidos cada uno en singular estilo, diferentes todos, se erguían solitarios en una vitrina de impresionante luminosidad y blancura. Sofía anotó con un pequeño comentario su aprecio por la decoración de la susodicha vitrina y, asintiendo los demás, siguieron su camino hasta hallarse cómodamente sentados en sus automóviles, uno para cada una de las parejas.
Esa noche, en la privacidad ya de sus respectivas casas, María y Claudio hablarían acerca de un viaje que ganas tenían de hacer al Caribe, luego tendrían sexo y dormirían plácidamente hasta el día siguiente. Sofía y Manuel harían lo propio, de manera levemente más rutinaria y dormirían sin sobresaltos, luego de acordar ir al día siguiente a visitar a los padres de Sofía, que había que aprovechar el domingo para ello. Amanecería a las 5:58am. El sol no entraría por las ventanas de las habitaciones de los amigos, que buenas cortinas tenían. La vitrina por los amigos observada sería bañada por el sol incesantemente durante toda la mañana. Pocos meses más tarde, Sofía y Manuel anunciarían su casamiento. Una buena orquesta no faltaría en su matrimonio. Las dos parejas permanecerían juntas y todos serían amigos por muchos años más.
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