domingo, 17 de junio de 2007

Río Milagroso

El sol brillaba con intensidad; a lo largo de la playa, la gente era bañada por sus intensos rayos. Quienes nadaban dentro del azulino océano eran bañados también por las aguas, que los refrescaban del calor de la tarde. Edmundo, de piel morena y jovial carácter, sentado en su taxi, contemplaba el cielo claro y la inmensa marejada de personas que se veía por doquier. Veía los edificios y calles a su alrededor, los au tos en frente suyo, detenidos en el semáforo. Contemplaba los verdes y exuberantes cerros que enmarcaban la ciudad, silenciosos e imponentes, y sentía la ligera brisa que se colaba por las ventanas abiertas de su auto.
Más que nada, en la intimidad de su mente, la veía a ella, su blanca sonrisa y brillantes ojos, su pelo rubio, sus labios delicadamente esculpidos. Recordaba sus finas manos, su ágil y grácil cuerpo. Veía sus días junto a ella; imágenes que evocaban recuerdos de palabras dulces, sueños y risas. A pesar de la inevitable sonrisa que los recuerdos causaban, veía también una despedida melancólica, de lágrimas y adioses afligidos. Rememoraba su obligada partida, lejos de este mundo de calurosas tardes y multitudes de alegres bañistas, lejos de su azul y cálido mar. Más que nada, lejos suyo, irremediablemente y sin retorno. Su sonrisa se veía, entonces, mancillada. Sin embargo, rápidamente, las bocinas le recordaban que el semáforo había cambiado, que había que seguir.

Lo veía a Él, allá, en las alturas, con los brazos extendidos, abarcándolo todo.

Edmundo debía recoger varios pasajeros más antes de que terminara su turno. Del radio salía el tenue sonido de una melodiosa guitarra y de una armónica voz, que llenaban el interior del carro y escapaban por las ventanas abiertas. Apenas había recorrido unos metros cuando una anciana diminuta, envuelta en un chal de seda, de piel canela y gafas oscuras, le hizo señas para que parara. No acababa de subir al taxi, cuando dijo, llena de vitalidad, en un especial acento:

“Apuesto a que no había recogido a nadie como yo nunca.”

Edmundo sonrió, mientras la observaba por el espejo retrovisor. “Y eso por qué señora.”

“Por ahora, lléveme a esta dirección,” dijo ella, entregándole un papelillo.

“Con todo gusto señora… pero cuénteme, ¿es usted de por acá?”

“Mmmhh, de aquí y allá, usted sabe…” respondió y continuó diciendo, “la gente es toda igual ¿sabe usted? Escépticos. Usted también.”

Edmundo rió audiblemente. Tal vez no era la persona más curiosa que había recogido en su tiempo como taxista, pero definitivamente era la más curiosa del día.

“Le veo yo a usted, con sus veinticuatro años y digo ‘es un joven listo’, pero se empeña en ser exactamente igual a los demás.”
Edmundo se sorprendió. Había adivinado su edad. Pensó que la mujer había mirado su identificación atrás, pero recordó que hoy no la había puesto.

“Bueno, ha adivinado mi edad, eso pocas veces pasa,” le dijo Edmundo, incrédulo.
“Puedo adivinar muchas más cosas. Puedo decirle, por ejemplo, que su sueño de niño era ser futbolista.”

“Vamos, señora, ¿quién no?”

“Puedo decirle que dejó de jugar por una lesión.”

En efecto; había dejado de jugar competitivamente a los dieciséis años, por una lesión en su rodilla. A pesar de que no había adivinado mayor cosa aún, su interés y curiosidad por su pasajera se acrecentaron.

“Puedo decirle que su hermana es profesora de baile, que prepara alumnos para el carnaval.”
Era cierto. Edmundo estaba asombrado. Pero pensó que las adivinaciones de la señora no eran otra cosa que acertadas casualidades. Al menos hasta ese momento.

“Su padre trabajó como empleado en la industria petrolera, su madre nació en una familia de pequeños caficultores, pero cuando se casó con su padre y se mudaron a esta ciudad, comenzó a trabajar como oficinista en la Secretaría de Medio Ambiente.”

Edmundo estaba sorprendido. Se preguntaba quién podía ser esa pequeña mujer que sabía tantas cosas. Tenía que ser del barrio, pero jamás la había visto. Probablemente la habían enviado a hacerle una broma, pensó, pero, ¿quién?

“Bien, ha acertado,” dijo Edmundo y, buscando probarla para develar el misterio, le preguntó: “Pero dígame, si tanto sabe. Ya sabe que quise ser jugador de fútbol, pues bien, ¿cuánto me costó mi primer balón? ¿Cómo conseguí el dinero?”

Edmundo la ojeó satisfecho por el espejo. Era imposible que supiera la respuesta a la pregunta. Su primer entrenador le había regalado ese balón. Hacía ya más de quince años.

La señora se acomodó en su asiento y miró por la ventana.
“Cree que soy una farsante, ¿verdad?” dijo tranquilamente.

Edmundo pensó, campante, que había acallado a la falsa adivinadora.

La mujer aclaró la garganta y, esbozando una pícara sonrisa, lo miró por el espejo.
“Querido Edmundo, ¿quiere que le diga también el nombre de su entrenador?”

Edmundo se sobresaltó. Era imposible. Imposible. Además le había hablado a él por su nombre. ¿Cómo? ¿Por qué?

“¿Cómo lo hizo? ¿Quién es usted?” le preguntó Edmundo, sus ojos abiertos de par en par. “Dígame, ¿quién es usted?”

“Me bajo allí delante.” Efectivamente, habían llegado a destino. “Dígame, ¿está de acuerdo en que no había recogido a nadie como yo nunca?”

“¡Sin duda!” dijo Edmundo atropelladamente y, habiendo detenido el auto, se volvió hacia su pasajera, con la boca entreabierta.

“Bien. Ya ve usted lo que pasa con los escépticos como usted,” dijo y añadió, “Alguien saldrá a pagarle. Aguarde.”

Diciendo esto, bajó rápidamente y cerró la puerta. Se asomó por la ventana abierta y dijo: “Una cosa más Edmundo. Dígame, ¿qué es lo que usted más quisiera en este momento? ¡Lo que más quisiera en el mundo!”

“Yo…”

“Es usted un buen muchacho, alguien ha querido premiarle.”

“Yo…eh…”

La mujer sonrió, asintiendo.

“Lo sé. Adiós Edmundo.” Y, diciendo esto, desapareció entre la multitud.

Allá, desde las alturas, con los brazos extendidos y abarcándolo todo, Él le devolvía la mirada.
Minutos después, una rubia, de blanca sonrisa y brillantes ojos, llegó caminando, radiante y llena de vida.

Maniquíes al alba

-Aún así, me parece absolutamente insólito-, dijo Manuel, al tiempo que levantaba la botella de vino y llenaba su copa. -A este paso, ¿por qué no se dejan de ambages y mas bien les quitan el salario del todo?- inquirió sarcásticamente, seguidamente tomando un largo y profundo trago.
Manuel se queja del incremento al salario mínimo, (del 6 o 7%), considerándole muy poco, y, consecuente con su pensamiento de izquierdas, critica el acuerdo que el gobierno y los empresarios ha logrado de los sindicatos, estos últimos, según él, “sumisos a regañadientes.” No es poco común para sus amigos Claudio y su esposa María y para la novia del mismo Manuel, Sofía, oírle disertar sobre estos temas, que sus tendencias de izquierdas son ya cosa conocida desde la época universitaria.
-Te apoyo resueltamente-, dijo Claudio con cierta sorna, -a ti corresponde entonces liderar la revolución y reivindicación de los trabajadores. Deja el bufete y dedícate a ello-. Los demás sonrieron; de manera inconsciente era sabido por todos, así como por el propio Manuel, que el inconformismo político constituía tema controversial de sobremesa, pero que naturalmente nunca iría a parar más allá de esto.
-Estaría gustoso yo de cuidar tu auto por ti, mientras en la turbulencia política te encuentras. ¿Cuántos segundos demora en alcanzar los 100kms?- prosiguió Claudio, con una sonrisa que flagrantemente evidenciaba la falta de ingenuidad de su aseveración.
Claudio, amigo de infancia de Manuel, contrastaba con este de manera abismal. Manuel tenía cabellos cortos y negros, nariz recta, tez levemente morena, blanca sonrisa y esbelta figura. Claudio tenía la piel blanca, altura y corpulencia más prominentes, largos y castaños cabellos, nariz encorvada y ojos verde encendido. Ambos vestían bien, aunque como de costumbre, Manuel llevaba corbata y su amigo había optado por un traje más casual. Manuel, rígido estudioso de la jurisprudencia y las leyes y respetado abogado. Claudio, proveniente de una riquísima y prestigiosa familia, de tiempo atrás presa de un desencanto vital tan profundo como negado por su pertinaz alma. Así, el primero, académico forjado con gran temple y trabajo y el segundo, espíritu inquieto que había llegado a probar cuantos trabajos, países y mujeres podía uno imaginar. Ambos despuntaban los treinta años.
A pesar de la secreta crítica que Manuel tenía para con su amigo, por lo que éste consideraba falta de rigor y de ímpetu, Claudio había llevado, en sus treinta y tres años de vida, una existencia inmensamente más interesante que la de su contemporáneo compañero. Secretamente también, pensaba Claudio de su amigo que por su acérrimo laborar había descuidado el resto de cosas que al estudio y el trabajo faltan de abarcar, aunque envidiaba el ímpetu de Manuel, que a él hubiera servido, para llevar a buen término el talento artístico que desde niño poseía. El propio Manuel envidiaba, naturalmente en el más sepulcral secreto, el éxito rotundo de su compañero con el género opuesto, que si de contar las mujeres con que Claudio había compartido el lecho, haría falta una sólida memoria y una carencia absoluta de libido, por la envidia mortal que el conteo propiciaría. En suma, que a cada quien había tocado lo suyo; a Manuel, el rigor académico y laboral; a Claudio, los devaneos propios de la alta burguesía, ambos destinos enmarcados dentro de los confines trazados por sus más recónditas inseguridades. Entre Claudio y Manuel había una camaradería de límites finitos y de hostilidad soterrada, pero de apacible andar, pues de los primeros no había habido todavía suceso que los probase, y lo segundo surgía apenas ocasionalmente, con el velo eficaz de un repentino mal humor.
-Claro está, que con incremento o sin incremento, la comida se enfría-, afirmó Claudio, tomando un bocado de su plato. Los demás le imitaron; Sofía no logró evitar reparar en lo deliciosamente provocativo que se veía Claudio esta noche. Sus labios, carnosos y húmedos, y su vigoroso cuerpo, no pasaban desapercibidos frente a esta joven mujer, aunque tales pensamientos fueron evacuados con prontitud, que no eran cosa apropiada ni necesaria, lo sabía ella.
El restaurante estaba lleno a esa hora de la noche. El ambiente tibio y festivo adentro, contrastaba con la fría y lluviosa noche afuera. El cielo estaba despejado, sin luna, nubes o estrellas, pero a pesar de ello, el frío y el viento eran estremecedores. Las aceras eran revestidas por una tenue luz naranja, proveniente de los faros de luz que se hallaban colocados a intervalos regulares a lo largo de la calle. Unos pocos peatones retaban al frío y el viento, y se les veía moverse con toda la agilidad de que pudieren disponer, buscando llegar a sus destinos sin demora. Adentro, las voces de los comensales llenaban el ambiente con un audible murmullo. El restaurante, divido en pequeños cubículos para cada mesa, daba una falsa sensación de privacidad a los diferentes grupos de comensales; éstos, si bien cercados en su mesa por paneles de rica madera y vidrio, de todas maneras, si prestaren atención, podrían oír lo que a su alrededor se dirimía. Ya con mayor facilidad se podría oír a aquellos comensales sentados en mesas sin su respectivo cerco, ya con mayor dificultad a aquellos en este otro tipo de mesa, de menor cantidad y de colocación más dispersa. Naturalmente, así como podían oír lo que a su alrededor se dirimía, podían ser, a su turno, oídos.
-Y, con o sin incremento, Federico se casa-, dijo Sofía, esbozando una delicada sonrisa. Su rubio cabello caía sobre sus hombros desnudos y apenas rozaba su blanco vestido. Sus labios estaban perfectamente formados y su sonrisa era destellantemente blanca. Sus ojos azules y su fina nariz le daban una simetría bella, casi imaginaria.
-¿Con una francesa no es cierto? Se casa con una francesa-, preguntó Manuel.
-Se conocieron en un barco, en Martinica, Federico y su francesa-, dijo Sofía-, De eso hace ya poco más de seis meses. ¿No es temprano para ellos pensar en casarse?-
-Yo oí de una pareja, conocida por uno de los socios de la firma, que a los dos meses se casaron. Dos meses-, dijo Manuel.
-Martinica, Martinica, ¿quién había ido a Martinica, que conozcamos?, aparte de Federico, quiero decir-, preguntó Claudio, frunciendo el ceño en forma pensativa.
-Ah, estar en el Caribe ahora, ¿no sería exquisito? No estar sufriendo este frío insoportable-, dijo María quebrando el silencio que había mantenido por los últimos minutos -.Vamos al Caribe-.
Diciendo esto reclinó su cabeza con parsimonia. Tenía cabellos negros y ligeramente rizados y una nariz recta, inclinada hacia abajo en la punta de manera casi imperceptible. Sus ojos grandes y vivaces daban la sensación de seguridad e inteligencia, y su piel bronceada y cuerpo mediterráneo eran un fiel reflejo de pasión y arrebato.
-¿Son buenos músicos, no?- continuó María, señalando la orquesta. Los músicos iban todos en trajes de etiqueta idénticos, aunque la gran diversidad que sus rostros y tamaños delataba, rompía la aparente uniformidad.
-Miren al trompetista de aquel lado, ¿no es fabuloso?-, prosiguió Sofía-, yo habría adorado tocar un instrumento-.
-Toca enérgicamente, que es más de lo que puedo decir de aquel pianista, parece acongojado- dijo Manuel, señalando al taciturno hombre.
-En efecto, habría que gritarle que ponga más ganas-, dijo Claudio, forzando una carcajada.
-Eso es algo que necesita una boda. Una buena orquesta-, dijo Claudio.

Y una buena orquesta no faltó en su matrimonio con María, un año antes. Cansados ya de una vida prolífica en amoríos y aventuras de cama, se habían asentado juntos, a la espera que de una entrañable amistad surgiese un amor fogoso y verdadero. Habían fallado en lograrlo, por lo que entre los dos reinaba un delicado equilibrio, proveniente del entendimiento de que jamás habían podido enamorarse, pero que la intrincada red familiar y económica que habían tejido ya les aconsejaba permanecer juntos, más en el entendido de que, como amigos que eran, no tenían grandes dificultades en el diario convivir.
Naturalmente, y habiendo entendido que un fuego provocado por llenar una convención social no sería jamás uno creado por enamoramiento profundo, diéronse cuenta de que era imposible que este permaneciera candente a través del tiempo. Así pues, Claudio y María habían llegado, primero, a la aceptación tácita del deseo sexual por fuera de los confines del matrimonio, y luego, a la consumación de tales quereres. Es así que cada uno se veía envuelto en adúlteros encuentros, plenamente aceptados por el cónyuge, tras los cuales sin embargo la pareja de esposos buscaba poseerse el uno al otro salvajemente, en el desatinado intento de librar el corazón del otro de lo que cualquiera hubiere probado de depositar en el, aun cuando no pudieren depositar algo ellos, a su turno.
Por su parte, Manuel y sus eternos esfuerzos para con su novia jamás habían podido conquistarle su amor enteramente; la ternura que éste suscitaba en ella era inmensa, pero el delirio y profundo amor que un antiguo novio había dejado en Sofía, había puesto cenizas perennes e incandescentes en su alma. Manuel jamás había podido tenerla por completo, a pesar de la ignorancia de éste para con dicha irrefutable verdad. Manuel había dado un nuevo camino a la vida de Sofía luego del tortuoso abandono de aquel antiguo amor, por lo que se había ganado sus afectos, parcialmente y nunca de manera tan completa como el sentimiento por este expresado, a pesar de las imperfecciones por el poseídas
Habiendo ya transcurrido varias horas, y aceptando todos que era hora de partir, pidió Manuel la cuenta. El mesero, de cabellos embadurnados en loción y nariz chata, llegando a la mesa de los cuatro amigos, depositó la cuenta. Tras el normal forcejeo por el pago de la comida, en el que las partes en cuestión buscaban pagar en señal de bienaventurada amistad, terminó cancelando la cantidad debida Claudio, con su tarjeta de crédito, diferida la suma a una cuota. Terminándose así la velada, los cuatro amigos se levantaron de su mesa y, tomando sus abrigos, se dirigieron a la salida. Sofía agradeció cortésmente al portero que guardaba la entrada, vestido con kepis y gabardina verdes, y juntos caminaron en el frío, ansiosos de montar en sus autos y llegar a casa. En el corto trayecto que de la entrada del restaurante conducía al parqueadero, que el restaurante no tenía servicio de valet, observaron con interés una luminosa vitrina. Varios maniquíes, vestidos cada uno en singular estilo, diferentes todos, se erguían solitarios en una vitrina de impresionante luminosidad y blancura. Sofía anotó con un pequeño comentario su aprecio por la decoración de la susodicha vitrina y, asintiendo los demás, siguieron su camino hasta hallarse cómodamente sentados en sus automóviles, uno para cada una de las parejas.
Esa noche, en la privacidad ya de sus respectivas casas, María y Claudio hablarían acerca de un viaje que ganas tenían de hacer al Caribe, luego tendrían sexo y dormirían plácidamente hasta el día siguiente. Sofía y Manuel harían lo propio, de manera levemente más rutinaria y dormirían sin sobresaltos, luego de acordar ir al día siguiente a visitar a los padres de Sofía, que había que aprovechar el domingo para ello. Amanecería a las 5:58am. El sol no entraría por las ventanas de las habitaciones de los amigos, que buenas cortinas tenían. La vitrina por los amigos observada sería bañada por el sol incesantemente durante toda la mañana. Pocos meses más tarde, Sofía y Manuel anunciarían su casamiento. Una buena orquesta no faltaría en su matrimonio. Las dos parejas permanecerían juntas y todos serían amigos por muchos años más.

Carta Medieval

19 Setiembre 1090 AD

Amada Irene:

Encuéntrome aquí, a orillas del vasto y reluciente mar, del cual la liberada población de Denia es costera, sosegando mi tullido cuerpo, exaltado y fatigado por los rigores del diario trajinar. No han sido pocas las penurias sufridas y no pocas las empresas inmensas e inclementes que nos ha sido encomendado acometer en nombre del Rey Alfonso VI y bajo las órdenes de nuestro valeroso y aguerrido Cid. Entenderás la razón de mi ausencia, hallándome absorto en la lucha continua y sin pausa que supone la reconquista de nuestra amada península invadida por los moros. Debéis alegraros, pues nuestros esfuerzos nos llevarán pronto a Valencia y a la victoria. Sabéis vos que la reconquista es causa que apoyo valientemente, sirviendo al Cid en la cocina de los ejércitos, que como bien sabes, no por parecerlo, es menos desventurada y difícil que la lucha a espada.

Habrán llegado a oídos vuestros, noticias del encuentro que con el mal llamado caballero Nataniel sostuve, en días no muy lejanos. Haced oídos sordos a las nuevas que os traen, que supongo contendrán imprecisiones que quisiese aclararos. Sabrás vos, que así como es de grande y portentoso el sentimiento que hacia vuestra excelentísima pureza profeso, así pues es de grande, raudo y desmesurado el ardor combativo que me suscita el ver que otro osa interponerse en nuestro amor. Así de grande también es el coraje que vuestra inmaculada belleza y ternura en mí suscitan. Declárome pues, culpable de sentir por el mencionado Nataniel, furor grande, pues no es de caballeros y gentes de bien involucrarse en lo que no les es menester, menos aún si se trata de un puro y bendecido amor como el nuestro y menos todavía si de buscar su disolución se trata. Estas acciones turban mi espíritu de manera inmensa. Ya esto lo sabéis vos, que no será fácil de olvidar aquellos tiempos en los cuales vuestro noble corazón buscaba entregar sus afectos a uno de los dos; siéntome grandemente bendecido de haber sido el elegido. Las grandes riquezas, el intelecto y la belleza de Nataniel, fueron descartadas por vos al encontrar más bien avaricia, impertinencia y vanidad. No pudo el disminuido Nataniel hacer nada contra las calidades de este servidor vuestro, entre las que reconocisteis vos la fuerza y transparencia de sus sentimientos y de su inmensa devoción. En fin, que a Nataniel dejasteis y a mi disteis vuestro afecto, a pesar del inclemente vituperio con el que vuestras hermanas me fustigaban. No fui a vuestros ojos el corpulento y compulsivo jugador que a buen recaudo tenía el vino y las mujeres, como lo decían muchos, sino el objeto de vuestra confianza por las virtudes que en el hallasteis.

Pero heme aquí, desviando el motivo de esta carta hacia los gratísimos recuerdos que la gesta de este amor a mi traen; decía yo, que en días recientes sostuve encuentro con el susodicho Nataniel. Hallábame yo en las labores propias a las artes de la cocina cuando, irrumpiendo con evidente desdén, díjome uno de lo mozos que habían sido enviados a hablarme, que Nataniel buscaba conmigo reunirse para sostener encuentro armado, renunciando a sus prerrogativas de caballero noble. Rióse el mozo de mi inicial negativa a combatir, en su necedad tildándome de cobarde, haciendo afrentas a mí y a mi posición dentro de los ejércitos del Cid. Causóme esto irritación profunda, pues cualquiera sabría que mis superiores destrezas en el combate no habrían de imponerme traba alguna para sobreponerme a estos retos. Sabrás vos, mi dulce amada, que era yo el más diestro en el manejo de la espada cuando contaba cinco años de edad. Cualquiera nota en mi, no obstante, un grande talento por las artes culinarias, por lo que desde muy temprano mis inclinaciones se fueron por estos lares y no por los de la vulgar lucha bélica, de la que no tengo mayor experiencia que la que me brindó el enfrentamiento a puños con los molestos chicuelos hijos del quesero de Calahorra, a la edad de diez años. En fin, cavilaba yo esas cuestiones, pero pudo más la furia al ser tildado de cobarde, por lo que acepté, arrepintiéndome de inmediato, pues sabía yo que grande daño iba a causarle al desventurado de Nataniel. En fin, reprimiendo yo al mozo infame su afrenta, dígole que si el impertinente caballero, deseoso estaba de enfrentarse conmigo, que no dudaría yo en reprimirlo con la espada. Dígole además al mozo que el entreno militar del irreverente Nataniel no turbaría mi coraje, pues es sabido que cualquiera bajo el mando del Cid puede valérselas con éxito frente a cualquier aletargado caballero que bajo sus órdenes no ha tenido la dicha de servir. Además, indícole yo que mi amor por vuestra hermosura no conoce de fronteras ni de limitaciones, en fin, que Nataniel mordería el polvo. Vuélvese el mozo donde su señor y déjame grandemente turbado pero ya con fogosidad guerrera.

Dábame yo entonces, durante los días subsecuentes, a prepararme para el encuentro. Consígome entonces armadura completa y pídole al albarraz Federico, en su ilustración y sapiencia, ilustrarme en las artes bélicas, que había yo tenido olvidadas. Así pues, privándome por aquellos días de la comida y el beber, por seguir recomendación de Federico, que encontrábame ligeramente corpulento, entrégome yo al ejercicio físico, al entreno con armas y al galopar en caballo. Puedo decir que al cabo de aquella semana de fragor incalculable, encontrábame más que preparado para la contienda por delante. Temía yo por Nataniel, quien indudablemente sucumbiría ante el vigor de mi brazo. Así entonces, llégase el día de la confrontación. Salgo yo de mañana cabalgando a paso sereno, junto a mi buen amigo el rodelero Rufo, en cabalgaduras que el buen Cid habíanos prestado. El paisaje era aclarado ya por la luz del sol que comenzaba a golpear, pues habíamos abusado del sueño, saliendo poco mas tarde de lo debido y no al alba como habíamos previsto. En fin, cabalgamos hasta el punto de encuentro, un claro que encontrábase a escasas leguas de Denia. Hallábanse ya allí el impertinente Nataniel y su mozo de armas, que no por su armaduras vistosas metían en mi el más mínimo resquicio de temor. Salúdame con impuesta cortesía, a lo que respondo con pocas palabras. Prepárome con tranquilidad entonces, con la ayuda del buen Rufo, quien ayúdame a preparar el baberol que por falta de uso no deslizaba bien. En fin, poniéndome este y el resto de los implementos de la armadura que para el combate había dispuesto, listo me encontraba para la lucha.

Encontrándonos en puntos distantes, preparábamonos ya para el combate, mis ánimos y energías enfrascadas en el único objetivo: la derrota del inicuo Nataniel. Dispuestos pues a envolvernos en lucha, pronunciábase el mozo de mi contendiente en las palabras de rigor antes de iniciar la disputa, cuando de repente, saltando y dando coces de manera estrepitosa, el caballo de Nataniel arroja a su amo al suelo y sale disparado a la distancia, galopando de manera incesante, perdiéndose en la llanura. Habiéndose encontrado sin montura y no pudiendo usar la de alguno de sus mozos, que no habían traído ninguna, quedábale a Nataniel el uso de la montura de mi acompañante, que tratábase de jumento de poquísimo tamaño. Grandemente encolerizado Nataniel propone la postergación de la justa, a lo que cedo con resignación. Sálvase así Nataniel por unos días más, gracias a los ánimos desbordados de su caballo de hallar hembra cercana. Igual a su amo, digo yo. Habiendo pues transcurrido unos días, y dispuesto yo a concertar nuevo combate, encuéntrome con la noticia de que Nataniel hállase gravemente enfermo por la ingesta de carne de puerco. Paréceme que no son buenos los que de la comida se encargan en casa de Nataniel. Pudiere yo aconsejarle, claro está, si la situación entre nosotros fuere diferente. No hay pues afanes por remediar su convalecencia actual. ¡Es el destino, infame Nataniel!

Amada Irene, son estas las nuevas que os cuento. Como veis, mi coraje, así como mis sentimientos por vos, no tiene límite. Espero reunirme con vos en días cercanos. Hasta entonces. Mi amor como siempre, es profundo y fiel. Muchos Recuerdos,

Clotaldo
Cocina 3er Escuadra.

Oda al Bobo

Si hay un lugar realmente sublime, perfecto e irremplazable, ese tendría que ser, sin duda, aquel sitio de ocio y tranquilidad suprema: El Bobo.

El Bobo es lugar de descanso o de actividad intelectual inútil pero fascinante por su ingenuidad y sencillez; de calmada reflexión por fuera del ajetreo de la rutina, de las clases, y de la rigidez de una sociedad que tilda al observador y espectador despierto pero retraído de vago simplón. El Bobo es punto de escape, en suma, de liberación total.

El Bobo va más allá de ser un monumento al retraimiento y al pensamiento. Es elixir de intelectualidad etérea, de inimaginable creatividad mental, de pasión, sueños, libertad, conocimiento.

La mirada pensante del mal llamado Bobo genera pensamientos profundos. ¿En qué piensa? ¿Para donde va? ¿Por qué permanece allí, inmutable, en su estoica postura? En suma, se me ocurre que el Bobo somos todos, dubitativos y corrientes, en fin: hombres.

Retórica del Derrotado Camarada

Fábula

El gato, siempre glamoroso y bien parecido, haciendo uso del tiempo de sobra que le dejaba su vida en la granja del granjero donde era tan solo un glamoroso y bien parecido gato, salió de paseo un día.
-Qué bello día- dijo- Y qué bello soy.
Se cruzó por el camino con el refinado casi-tan-glamoroso-armiño y le saludó con una ficticia efusividad.
-¡Querido armiño!-
El armiño, con una un-poco-más ficticia efusividad le respondió,
-Queridísimo gato!-
Y charlaron un buen rato haciendo uso del tiempo que tenían por ser las glamorosas y bien parecidas mascotas de las señoras de los granjeros de las granjas.
Al final, y tras haberse despedido con una relativamente-real-molestia pues se quedaban ya sin nada que hacer durante el resto de la tarde distinto a volver a la granja de sus respectivos granjeros y al regazo tibio de las señoras de los granjeros, el gato, haciendo uso de su no-tan-glamorosa-mollera empezó a pensar.
Y cuando su homólogo pseudo-amigo se encontraba a un buen trecho de distancia, emprendió una loca carrera para alcanzarle y decirle que ¡sí! que ¡sí! que claro que lo acompañaría que ¡ay, qué tontito soy! Que no había asistido a esa en particular sino a otra, de ¡quién lo recuerda! Ya lo había olvidado, vida tan alocada, ya no tenía tiempo para casi nada, que si no era esto era aquello que si no era esta era la otra que si no y que si sí y que entonces, pero que, en fin, sí sí sí claro que iría con él por supuesto queridisísimo amigo, claro.
Y al día siguiente fueron juntos, y tras haberse despedido nuevamente para volver a sus ciertamente encubiertas vidas de tedio, el gato andaba con un aún-más-pomposo aire que el del día anterior, ¿lo recuerdan?, antes de encontrarse con el armiño y saludarle con la ficticia efusividad.
-Jajaja- rió- Qué bello día, casi tan bello como yo.
Y, caray, se encontró, sí sí, ese es, claro, esa es la estampa ridícula y burda de ay no sí sí, el caimán.
-Hola gato- le dijo el caimán con una humildad característica, en parte debido a que la pesca estaba escasa en el río a la vuelta de la colina y el hambre lo acosaba y tenía que pedirle y rogarle al gato que por favor por favor le trajera un jamón o al menos las sobras de la comida en la granja o por lo menos las sobras de su comida, y para eso tenía que ser tremendamente, pero tremendamente paciente; en parte también porque hay seres así, a quienes se les enseñan ese tipo de tonterías, claro que uno tiene que fingir que tiene esas “cualidades” pero no tanto porque si no se vuelve uno comidilla de los animales del bosque y de las granjas y será molestado de por vida, y tendrá que pasar sus días con un ridículo (¿aún más?) topo ciego y rechoncho que pasa sus días excavando la tierra y tropezando con todos y cayendo en el río por equivocación, siendo rescatado por ese tonto caimán. O al menos eso pensaba el gato.
-Sí, en fin....hola.- dijo el gato.
-Hola gato. ¿Has pensado en lo que te dije? Tengo mucha mucha hambre y me preguntaba si podrías por favor traerme algo de comer.
-Jajaja, ¿tienes hambre? ¿Porqué no piensas en comerte al topo; carne jugosa, ¿no crees?-
-Vamos, gato por favor; ¿sabes? hace mucho no atrapo ni uno solo de los peces que corren río abajo pues quedan muy pocos y el Cocodrilo no me deja tocar ni uno solo-
-Oh, sí, el viejo Cocodrilo haciendo de las suyas de nuevo.-
-Por favor gato haré lo que quieras, lo que tú quieras-
Y el gato recordó al armiño y ta-ta, se le ocurrió una brillante, no no, magistral, no no majestuosísima idea.
-Pero claro-dijo el gato - claro que sí.
Y el gato le dijo que lo vería al día siguiente y que irían junto con el armiño (acompañante fatal para el Caimán pues el trato que este le daba era un-poco-más-despectivo que el de cualquier otro animal del bosque) a un lugar.


*

-La etiqueta,- dijo el pequeño perrito francés de delicado tamaño y porte y apariencia de connaisseur verdadero, sí sí con acento en la r, errrr, - es esencial.
El caimán, el armiño y el gato se sentaban al frente suyo.
-A través de la etiqueta, mes amis, el mundo es suyo y pueden tener lo que quieran. Monsieur Chat est venu déjà avec Monsieur Hermine a regocijarse en este bello y refinado paraíso.-
En efecto, habían asistido ya, ¿lo recuerdan?, cuando el gato había dicho que no... sabía ...exactamente ....que... era ...eso... pero pero que no sí sí que ya lo recordaba que sí que ¡ay tontuelo yo! Que claro que lo acompañaría.
Y el Caimán, a quien el gato le había dicho que lo acompañara y podría comer todo lo que hallare en la alacena de la granja , había ido, muy a su pesar, pues en las dos horas que llevaban, había tenido que caminar, sentarse y volverse a parar y no no así no es idiot!! Caimán stupide!! Y claro, el armiño y el gato felices y sonrientes burlándose del torpe caimán. Y el hiriente perrillo francés saltando de aquí para allá gritando con su aguda vocecita.
-El glamour les dará lo que quieran- decía el perrillo y el armiño y el gato asentían con total convicción.-Así, dans le monde ustedes podrán tener lo que quieran-
Y el Caimán, hambriento y triste, tan triste, entendió, por fin.

Y de tres bocados devoró al gato, al armiño y a Jean Luc el perrillo francés, a sabiendas de que lo que más quería en la vida era no sentir más hambre y que, ay, ¿qué había dicho?¿El pañito humedecido con agua caliente es para después de la cena?.... bueno ...pues... no importa ya.
Y salió de la perfumada cueva al caminito.
-Qué bello día- dijo y suspiró con melancolía.

Retórica Posmoderna Para un Auditorio de Espinas Dorsales, y con Suerte Algunos Atentos Escépticos

I

La calle, con su pavimento homogéneo, sus oscuras calles, sus ocultos transeúntes, los avisos que te invitan a comprar, los ojos amenazantes, el cigarrillo en la boca. ¡Que bello es vivir!

II

-¡Hermosa ciudad, los rascacielos, las luces, la noche!-
-En efecto; bella. Me recuerda a un perro que persigue su cola con desesperación. O tal vez menos aún.-

Canción Desesperada del Topo Ciego

Angustia del ser es como el topo que quiere ver.

Ser o no ser, ¿qué quieres comer?

Pues tengo tan solo un maravedí[1]
Y quiero ir a ver.

¿O es que acaso se me dejó a mi
escoger?

Soy tan solo un topo
La tierra he de mover.

Quiero ser como el búfalo que
Por las llanuras pasta
Pero no porque este no puede comer pasta.

Polka, mandarín, álgebra y parqués.

Pero no una cirugía que a ti me deje ver.


[1] Centavo, moneda de poco valor

El Escarabajo

Vanidad

Vanidad es como cuando la cebra quiere cambiar de traje

Tic Tac

tic tac …. ¡¡¡¡KABOOM!!!!

¿Crisis?

-¿Crisis existencial? ¡Eso sólo se ve en las telenovelas!-

El Armiño y la Mosca

-No os preocupéis por vuestra apariencia- dijo el armiño a la mosca en una cálida noche de primavera - Todos saben que en invierno mudáis de abrigo.-

La Individualidad

-La individualidad es fundamental. Sólo no hagas que me de cuenta de ella.-

En Oferta

La felicidad está en oferta; ahora viene con esos nuevos zapatos.

El Gato y el Caimán

Dijo el gato doméstico al crédulo caimán : -La amabilidad y el glamour, querido amigo, son esenciales-

De los Simios

-¿De los simios?- preguntó con sorna el reverendo- ¡Jamás!-
Acto seguido dejó escapar una sonora flatulencia.

viernes, 15 de junio de 2007

La Metamorfosis

Cuando tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa despertó esa mañana, se encontró con que era un hombre, el mismo de ayer ... y de mañana.